Tras cinco años de vivir en Barcelona, Gabriel García Márquez tuvo un extraño sueño, que relata en el prólogo de Doce cuentos peregrinos. Soñó que asistía a su propio entierro, “caminando entre un grupo de amigos vestidos de un luto solemne, pero con un ánimo de fiesta.” El personaje principal de la historia de Francesc Sanguino, a la que da nombre, que, a su vez, lo hace con el libro entero, Violeta, nos traslada a esa época en la que nuestra generación descubría el realismo mágico de los escritores latinoamericanos. El encuentro con Violeta no es un déjà vu, pues ella habla, piensa y se comporta con la frescura y autenticidad que se esperan de un relato de juventud, pero de no ser por la fecha de publicación, bien podríamos asumirla de un Sanguino revisitante hoy de lo real maravilloso que nos marcó de por vida como lectores, y, a los más agraciados, como escritores. La deliberada aglomeración de nombres (Violeta, Luis, Ernesto, Jacinto, Rosa, Julia), disparada en el primer medio minuto, reto cognitivo y estético, lleva atribuida una secuencia gráfica más tarde vinculada a cada uno de ellos (pulsera de oro, viaje a Portugal, reconciliación, cartas pasadas). Como una Clara de la novela de debut de Isabel Allende, Violeta es capaz de ver “la estela del coche blanco”, o al hombre del sombrero jugando con su Zipo apoyado en esa esquina que nos es familiar de algunas pinturas, algunos sueños y algunas películas. El cuento de Francesc Sanguino nos confirma que no miramos lo suficiente el parpadeo de una musaraña, ni el arqueo espontáneo de la espalda de un lagarto.
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