De todo lo que leemos a diario, ¿qué recordamos? Pequeños destellos cuya vida útil acaba en cuanto nos hayan servido para una conversación (de balcón) con la vecina de enfrente, o para descubrir el significado de algún meme que ocupa la pantalla de nuestro teléfono y de nuestro disco óptico por un instante. Según reza algún principio cognitivo, toda información nueva reemplaza (por tanto borra) información antigua, salvo que esta cuente con algún tipo de anclaje. Los noticieros, cual espermatozoides, se abalanzan sobre nuestras neuronas e intentan fecundarlas. Su vida depende de su capacidad de retener nuestra atención, de alimentarnos con nuevos datos como al insaciable Minotauro. Si no, al resetearse la máquina, desvanecerán engullidos. Por suerte, la literatura, la buena, permanece, porque su sistema circulatorio es emocional. Decía Ernesto Sabato en su Túnel: “ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué”. En este terreno inefable, la historia que están a punto de escuchar es de las que uno recuerda. Laberinto de Creta, cuyo arquitecto, a la vez que traza los grandes bloques que han de flanquear nuestro itinerario, se asegura de dotarnos de un hilo de metáforas seductoras (ojos que se ovillan “timent mundi” y se desparraman sin el cobijo del cristal), didascalias llenas de humor (contestó sintiéndose desaprovechado por tener que dar una respuesta tan obvia) y apartes ingeniosos, con perfume de Colmena, como el método para determinar el número mínimo de cafés previos según una variable decisoria como la madre. Si tienen ganas de más, lean “El fin del mundo” de Javier Prieto de Paula (Editorial Espuela de Plata), o mejor: pídanle a él que los lea.
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