Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». Hoy parecemos asistir a la desaparición progresiva del símbolo de la cruz. Desaparece de las casas de los vivos y de las tumbas de los muertos, y desaparece sobre todo del corazón de muchos hombres y mujeres a quienes molesta contemplar a un hombre clavado en la cruz. Esto no nos debe extrañar, pues ya desde el inicio del cristianismo San Pablo hablaba de falsos hermanos que querían abolir la cruz: "Porque son muchos y ahora os lo digo con lágrimas, que son enemigos de la cruz de Cristo" (Flp 3, 18). Unos afirman que es un símbolo maldito; otros que no hubo tal cruz, sino que era un palo; para muchos el Cristo de la cruz es un Cristo impotente; hay quien enseña que Cristo no murió en la cruz. La cruz es símbolo de humillación, derrota y muerte para todos aquellos que ignoran el poder de Cristo para cambiar la humillación en exaltación, la derrota en victoria, la muerte en vida y la cruz en camino hacia la luz. Por la Pasión de Nuestro Señor, la Cruz no es un patíbulo de ignominia, sino un trono de gloria. Resplandece la Santa Cruz, por la que el mundo recobra la salvación. ¡Oh Cruz que vences! ¡Cruz que reinas! ¡Cruz que limpias de todo pecado! Aleluia (Liturgia de las Horas, Antífona de Laudes). La fiesta que hoy celebramos tiene su origen en Jerusalén en los primeros siglos del Cristianismo. Según un antiguo testimonio (Cfr. Egeria, Itinerario, ed. preparada por A. Arce, BAC, Madrid 1980, pp. 318-319), se comenzó a festejar en el aniversario del día en el que se encontró la Cruz de Nuestro Señor. Su celebración se extendió con gran rapidez por Oriente y poco más tarde a la Cristiandad entera. El 14 de septiembre del año 808, el rey Alfonso II El Casto decide trasladar el Arca Santa con reliquias de la Pasión del Señor desde el monte Monsacro hasta Oviedo; entre ellas, el Santo sudario que envolvió el rostro de Cristo en el sepulcro. Habían llegado hasta allí procedentes de Toledo, donde se habían ocultado de una posible destrucción por parte de los musulmanes. En Oviedo fueron colocadas en lo que hoy es la Cámara Santa de la catedral ovetense.
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